Papelera de reciclaje. Dietario. Cuaderno de notas y lecturas.

jueves, 21 de junio de 2012

En el último número de la revista Qué Leer la ex premio Planeta y otras cosas Carmen Posadas entrevista a uno de los buenos, Montero Glez, un pajarraco de mucho cuidado. Impagable la foto de portada, aún me estoy riendo.




miércoles, 20 de junio de 2012

Una de zombis

“Un país concebido como un jardín. Sin las complicaciones que trae el pasado. Sin ideas preconcebidas. Sin heridas. Bien rastrillado y hermosamente autocontenido. Sin caminos que entren o salgan. Sin caminos al pasado o al futuro. Un jardín colgante, desconectado de todas las cosas.”
Javier Calvo. El jardín colgante.



No hay nada más aburrido que hablar sobre escritores y sobre sus capillas y conciliábulos, por eso hoy vamos a hablar de la novela El jardín colgante (Editorial Seix Barral, 2012) y no mucho sobre su autor, el prolífico traductor Javier Calvo (Barcelona, 1973), pues nos importa un huevo si éste pertenece a la Generación Nocilla, al Nuevo Drama o simplemente a esa jodida generación (sé de lo que hablo) que nació en las postrimerías del franquismo y que hoy son treintañeros tristes, decadentes y oscuros. Además es vecino, y es la primera novela suya que leo, así que ciñámonos a la letra impresa.

El jardín colgante es una suerte de novela policíaca ambientada en 1977, un tiempo furioso en el que el régimen que había surgido del final de la dictadura se enfrentaba a las tensiones de la descomposición, un país lastrado por cuarenta años de ese invento del nacionalsindicalismo que al final se desvanecía entre la violencia absurda de los involucionistas y la esperanza utópica e insensata de una extrema izquierda postsesentayochista. La Transición, le llaman los historiadores a ese tiempo. Una fase de la historia española propensa a la edulcoración o a la propaganda que Javier Calvo se pasa por el arco del triunfo para construir una narración de zombis, de seres alienados y sin alma, de verdaderos canallas cuyas motivaciones apenas conocemos moviéndose en el ocaso de un mundo. Barcelona era entonces una ciudad gris en cuyos bares más mugrientos comenzaban a sonar aquellos ruidos chirriantes que iban a desembocar en el no future de la perversión del situacionismo. Y para postre un meteorito acaba de chocar contra nosotros.

No está nada mal como decorado. Bueno, también deberíamos añadir un islote mediterráneo que deviene en todo lo contrario a la idea del paraíso que cualquiera de ustedes podría tener. En este decorado fantasmal e inverosímil se mueven a sus anchas unos personajes caricaturescos que causan grima, por su aspecto, por sus acciones, por existir simplemente, seres como Arístides Lao, alias Agente Sirio, una malformación zafia e inquietante del necio Ignatius Reilly de J.K. Toole, o Teo Barbosa, el larguirucho infiltrado en la organización terrorista TOD que recuerda a aquel Onofre Bouvila de una de las mejores novelas de Eduardo Mendoza. Y es que a Javier Calvo le ha salido un libro muy mendoziano, si me permiten la expresión, y no sólo por la soltura desvergonzada con la que ambos inventan nombres singulares para los personajes de sus novelas, sino también por esa textura paródica y enajenada que comparten.

La historia que cuenta la novela, narrada en tercera persona, es la exterminación de una célula terrorista por parte de los servicios secretos españoles y lo hace alternando breves capítulos que le dan voz a unos y otros, capítulos escritos con evidente tensión narrativa que se transforma hacia el final en una especie de holocausto caníbal repleto de higadillos y decapitaciones gratuitas, en una vorágine feroz de violencia y salvajismo bien regada con drogas alucinógenas.

El jardín colgante ha de ser leída con sentido del humor, como una alegoría o como una burla hacia la novela policíaca y la novela histórica repleta de guiños sarcásticos y simbólicos (Alicia en el país de las maravillas, Liar de los Sex Pistols, ...) y cuyo tema al final parece ser la identidad, o más bien la perdida de ella. Aquí no hay buenos ni malos, ni siquiera verdades y mentiras, no hay denuncia social, ni mucho menos una leve esperanza de redención, lo que hay es impostura, traición, vacuidad y manipulación en un mundo irreal y apocalíptico. En fin, El jardín colgante le gustará si le gustan las historias broncas, oscuras y dementes, o las películas de zombis.

viernes, 8 de junio de 2012

Hay palabras que, escritas, cortan el cristal como las herramientas de los ladrones. ¿Un ejemplo? Esta frase:
El animal royó los huesos de mi padre.

Agua, perro, caballo, cabeza. Gonçalo M. Tavares.

lunes, 4 de junio de 2012

El poeta peatón



Se dice, se rumora, afirman en los salones, en las fiestas, alguien o algunos enterados, que Jaime Sabines es un gran poeta. O cuando menos un buen poeta. O un poeta decente, valioso. O simplemente, pero realmente, un poeta.
Le llega la noticia a Jaime y éste se alegra: ¡qué maravilla! ¡Soy un poeta! ¡Soy un poeta importante! ¡Soy un gran poeta!
Convencido, sale a la calle, o llega a la casa, convencido. Pero en la calle nadie, y en la casa menos: nadie se da cuenta de que es un poeta. ¿Por qué los poetas no tienen una estrella en la frente, o un resplandor visible, o un rayo que les salga de las orejas?
¡Dios mío!, dice Jaime. Tengo que ser papá o marido, o trabajar en la fábrica como otro cualquiera, o andar, como cualquiera, de peatón.
¡Eso es!, dice Jaime. No soy un poeta: soy un peatón.
Y esta vez se queda echado en la cama con una alegría dulce y tranquila.

Jaime Sabines.

domingo, 20 de mayo de 2012

Atrapado en la rueda de las obsesiones del Mal

En determinados momentos parece que hay temas que se repiten con obsesiva recurrencia y acabas encontrándolos casi en cualquier lugar. Algo así me ha ocurrido con mis dos últimas lecturas, por un lado la novela del escritor portugués Gonçalo M. Tavares, Aprender a rezar en la era de la técnica, y por otro el ensayo del escocés Martin Davidson, El nazi perfecto, donde narra cómo descubrió el secreto pasado nazi de su abuelo. A pesar de que a primera vista ambos libros parecen no tener nada en común, tanto Lenz Buchmann, personaje de la novela de Tavares, como Bruno Langbehn, el abuelo alemán de Davidson, comparten el genotipo del mal, y es en la descripción y contextualización de esta maldad en la que se transita por el mismo camino, de resultas que a veces no sabía si estaba leyendo a uno o a otro.

Aprender a rezar en la era de la técnica no tiene un contexto histórico definido, aunque en la contraportada se escribe que “evoca el clima político de la Europa Central de entreguerras” y no es difícil advertir en los comportamientos y aptitudes mentales del doctor Buchmann la huella indeleble del nazismo (aunque por ahí he leído a algún despistado que opinaba que el contexto histórico de la novela se encontraba en alguna república exsoviética, cosa que no me cuadra por ningún lado), sin embargo, sí que resulta verosímil encuadrar al detestable y amoral personaje de Tavares como un protonazi perfecto, y el ruido caótico de sus pensamientos en la novela resuenan en la historia familiar de Martin Davidson como el mismo grito alucinado y horrible que llevó a millones de seres humanos a las cámaras de gas o los campos de concentración.

El hilo de acciones y omisiones de Lenz Buchmann, su idea de la superioridad física y mental de unas personas sobre otras, la violencia latente como forma de comportamiento, la absoluta ausencia de cualquier tipo de compasión por la debilidad, su cosmovisión antagónica de fuerzas en permanente batalla y la percepción de que las masas sólo existen para cumplir los designios individuales de hombres superiores le entroncan directamente con Bruno Langbehn, el fanático dentista alemán que militó en las filas del nacionalismo germánico más feroz y excluyente y acabó siendo pilar de las políticas demenciales del Tercer Reich.

El nacionalsocialismo en el que Bruno Langbehn creyó toda su vida no era sólo una ideología política, sino una visión total del mundo y del comportamiento humano, algo que permeaba todas y cada una de las relaciones sociales y naturales. La construcción de un nuevo tipo de moral fue algo a lo que se dedicaron con ahínco los nazis, pues las antiguas concepciones humanistas que provenían del enciclopedismo y la ilustración del siglo XVIII ya no eran válidas para el nuevo mundo que pretendían alumbrar. Conceptos como la solidaridad o la compasión dejaban paso a la idea de que todas las acciones son posibles y todas son buenas si permiten alcanzar el objetivo, algo que suscribe sin contemplaciones Lenz Buchmann, que como médico, y a tenor de sus ideas eugenésicas, hubiera dado el visto bueno a las políticas de eutanasia del Aktion T4, encaminadas a eliminar a todas aquellas personas señaladas como enfermos incurables o con taras hereditarias, o simplemente calificadas de improductivas.

Es por todo esto que ambos libros se retroalimentan en la vorágine de un viaje al mal con mayúsculas, ese mal que encontramos en el alma podrida del personaje de Tavares, en las certezas asesinas del abuelo de Davidson, ambos unidos por la demolición de una moral que, para ellos, premia a los débiles frente a la concepción darwinista de la supervivencia del fuerte, sin paliativos, sin medias tintas, con la despiadada seguridad que da la credencial de pertenecer a un mundo que no retrocederá ante los caídos.