Papelera de reciclaje. Dietario. Cuaderno de notas y lecturas.

martes, 27 de marzo de 2012

Y en el año 66 resucitó




Corría el tórrido verano de 1944 y la ciudad de Nueva York era una ratonera para unos jóvenes que fundían sus vidas entre pisos destartalados, hoteles baratos y bares plagados de lunáticos. La retaguardia de la guerra mundial. Dos de ellos acabarían siendo bandera de una generación legendaria y hundida. Otros dos terminarían protagonizando una tragedia teñida de muerte, confusión sexual, celos, posesión y locura. Fue el verano en que los hipopótamos se cocieron en sus tanques.

lunes, 19 de marzo de 2012

En invierno viaje siempre hacia el Sur. ¿Qué Sur?. No importa






Elio Vittorini (Siracusa, 1908- Milán, 1966) escribió Conversación en Sicilia (1941) bajo la experiencia del fascismo italiano y asqueado por la derrota de la Guerra Civil española. En esta novela Vittorini viaja a la memoria de sus recuerdos de infancia sicilianos, esa tierra olvidadada donde conviven la miseria, el mar, los higos chumbos y la opresión.

jueves, 15 de marzo de 2012

Han decretado la hora de cierre de los bares



Copas sobre el césped, mojadas de rocío,
con manchas de carmines estridentes...

En el jardín nocturno brillaban las guirnaldas
y llegaba la música
en aladas bandejas invisibles del aire.
Los abrazos furtivos, el juego de señales,
los disfraces barrocos y las niñas de nieve
posando de fatales con rosas en los labios.

Copas abandonadas sobre el césped, confetti
flotando en la piscina y un jirón de vestido
prendido en el columpio. Toda la irrealidad
de esa escenografía de los bailes de máscaras
tuvo para nosotros un sentido simbólico:
era la juventud,
vestida de sí misma, estrafalaria y loca,
quemando alegremente sus bengalas,
porque el amanecer traería un viento frío,
una mala resaca como precio. Las copas
quedaron sobre el césped. Flores pisoteadas,
antifaces deshechos, sombreros, serpentinas
diminuto y fantasma que naufragó en el sueño
de aquella noche de verano. En las hogueras
de nuestro corazón los restos de una fiesta,
los restos de una vida. Recogeré las copas,
guardaré mi disfraz en un cajón secreto.
Duró poco la fiesta. De nuevo cae la noche
y la luna se estampa sobre un cielo desnudo.

Felipe Benítez Reyes. El final de la fiesta.

domingo, 11 de marzo de 2012

Hacer mal las cuentas

No soy muy dado a recordar efemérides, ni siquiera las más cercanas, algo de lo que pueden dar buena cuenta mis parejas, que impertérritas han tenido que enfrentarse a mi incapacidad latente para recordar las fechas de sus cumpleaños, y no digamos ya el día aquél en que nos dimos el primer beso o comenzamos a salir o cualquier otra cosa que se supone que uno debe recordar a riesgo de poner en peligro su siempre precaria relación. Sin embargo, sí recuerdo con nitidez deslumbrante la mañana del once de marzo de hace ocho años. Aquella mañana de finales de invierno yo me encontraba trabajando como operario en las pistas del aeropuerto de El Prat, donde había entrado, como cada día, a las ocho de la mañana. Mi cometido era simple, como un día más, desde hacía varios meses, conducía un pequeño vehículo descapotable que se dedicaba a cortar la hierba que crece entre las pistas donde aterrizan y despegan los aviones. Igual nunca se han fijado, pero ese trabajo existe, sino se realizara la naturaleza destruiría en poco tiempo las solemnes pistas de asfalto, taparía los pivotes que señalizan su localización, se comería con singular voracidad las señales y los rodamientos y todas las marcas de los dioses humanos. Y yo era uno de los encargados de evitar que eso sucediera, en mis manos y entre las aspas metálicas de mi pequeño vehículo a motor se hallaba la importante tarea de mantener a la naturaleza en su sitio. No estaba solo en aquella faena, yo que, del trío que componía la escueta escuadrilla de operarios de control de vegetación del aeropuerto de El Prat, era el que se había incorporado más tarde, me correspondía el dudoso honor de conducir aquella apestosa y ruidosa cortadora descapotable, la peor de las tareas encomendadas. Lo mío era un trabajo de precisión, pero siempre a mi lado se encontraba el ruinoso tractor John Deere, que conducía mi compañero, encargándose de las grandes extensiones de hierba. Yo, desde mi minúsculo vehículo, miraba con envidia a aquel John Deere hecho añicos por años de trabajo a la intemperie que sonaba como uno de los aviones que veíamos marchar o llegar constantemente, y que, sin embargo, a pesar de toda su ruina, representaba para mí un refugio del frío del invierno y el calor y el polvo del verano. Aquella atalaya me parecía lo más cercano al paraíso dadas las circunstancias, aquel maldito y soñado tractor era un ascenso en mi vital carrera como cortacesped y, además, tenía radio, podías escuchar música o las noticias o lo que te diera la gana. En aquella radio escuché aquella mañana de finales de invierno de hace ocho años la noticia de las cuatro bombas que destrozaron los trenes en Madrid. El enorme y viejo tractor John Deere detenido junto a mi pequeña cortadora en medio de una de las isletas que flanquean las pistas del aeropuerto de El Prat. Afuera la mañana tibia de finales de invierno, el sol reflejando en el cielo el azul del mar cercano que muchos días podías oler a pesar del queroseno y los neumáticos calcinados, a lo lejos las sombras de las montañas de Garraf, los bosques de pinos, la ciudad con sus cúpulas; y los aviones, siempre presentes, a todas horas, los aviones. En la radio hablaban de muertos, miembros amputados y miseria. Escuchamos las noticias durante el resto de la jornada, allí parados, los dos fumando mucho y llenando de humo la de por sí polvorienta cabina del tractor, anonadados e incrédulos ante lo que estábamos oyendo. A pesar de las terribles noticias la hierba siguió creciendo aquella mañana, por supuesto, siempre dispuesta a asaltar las débiles fortificaciones construidas por los humanos, pero al menos aquel día, nosotros no pudimos ya realizar nuestra parte del trato.

Desde esa mañana de hace ocho años, cada once de marzo me acuerdo del olor a queroseno, del decrépito y duro John Deere, del cielo azul de las playas del Mediterráneo, de la fragancia de los pinos despertando del letargo invernal, de la pequeña y ruidosa cortadora, de los aviones que viajaban a sitios soñados, y de los muertos, sobretodo, de los muertos.

Ecuacion
11-M
Nos enseñan a resolver
pequeños problemas matemáticos:
el corazón partido por dos,
la melancolía que tiende a infinito,
las permutaciones de la tristeza y la alegría,
la raíz cuadrada del desasosiego.

También algún teorema
de apariencia extraña
pero fácilmente demostrable:
la felicidad = lo único que al compartirse
se multiplica.

Pero ¿cuál es la fórmula del sentido?
¿Cuál es el resultado de la operación
que incluye la vida perdida,
el viaje roto por la dinamita?

El Gran Calculador calla.

Y una pregunta más:
si digo que el mundo sigue siendo,
a pesar de todo, hermoso,
¿es que he hecho mal las cuentas?

Martín López Vega.

sábado, 10 de marzo de 2012

Elogio de la superviviente


En tu cuerpo, escrito:
la infancia como una enorme sala húmeda
hospitales donde trasplantan cicatrices
una temible aguja que se abreva en tu piel
terror a cruzar puentes sobre las autopistas
diez años de indagación sobre el suicidio
desamor golpes y la más extrema
clandestinidad del llanto.

El cuerpo del deseo es el del sufrimiento.
Ahora yo también escribo en él
con esperma y con besos, arrastrando las sílabas.

Francamente: eres tan hermosa
que todas las mujeres son hermosas.
Nace mi lengua en tu boca de tabaco tibio.
Pero esto te lo diré de otra manera:
no hay más derrota que el morir, la muerte
de un solo trago o a sorbos. Y hasta entonces
sigue tu música y la lucha sigue.

Jorge Riechmann.

viernes, 9 de marzo de 2012

Entropía invernal



Siempre al borde de la muerte y siempre dejando atrás, a última hora, el abismo.
Enrique Vila-Matas. Rosa Schwarzer vuelve a la vida.

jueves, 8 de marzo de 2012

Los días pasan salvajes como caballos en la pradera

lo más difícil de narrar siempre es el presente. Su instan-
taneidad no admite proyecciones, fantasías, desenfoques.
Yo no sé si todo aquello existió porque no sé si existe.
No sé si son ciertas tus manos (aunque sí sé que verosí-
miles) bajo la lluvia, y tus ojos como Polaroids (irrepeti-
bles y mostrando más de lo previsto). Llorabas. Lovía.
Quién deja a quién si todos andamos diferidos de noso-
tros mismos, dejando atrás lo que entendemos para no
entender lo insoportable: que cada cual es uno y además
no numerable, que vendrán otras, que vendran otros,
que asusta pensar hasta qué punto todos somos inter-
cambiables. Sé que no podré olvidar cuanto vi en tus
ojos: el aire ionizado sobre nuestras cabezas, tus manos
apretadas (no sé exactamente qué visión pretendían re-
futar). Puede que fuera yo quien lloraba, puede que fuera
en mí donde llovía. Puede que aún me estés besando, o
que aquel martes (por decir un día) jamás haya existido.

Agustín Fernández Mallo. Carne de Pixel.