Papelera de reciclaje. Dietario. Cuaderno de notas y lecturas.

domingo, 11 de marzo de 2012

Hacer mal las cuentas

No soy muy dado a recordar efemérides, ni siquiera las más cercanas, algo de lo que pueden dar buena cuenta mis parejas, que impertérritas han tenido que enfrentarse a mi incapacidad latente para recordar las fechas de sus cumpleaños, y no digamos ya el día aquél en que nos dimos el primer beso o comenzamos a salir o cualquier otra cosa que se supone que uno debe recordar a riesgo de poner en peligro su siempre precaria relación. Sin embargo, sí recuerdo con nitidez deslumbrante la mañana del once de marzo de hace ocho años. Aquella mañana de finales de invierno yo me encontraba trabajando como operario en las pistas del aeropuerto de El Prat, donde había entrado, como cada día, a las ocho de la mañana. Mi cometido era simple, como un día más, desde hacía varios meses, conducía un pequeño vehículo descapotable que se dedicaba a cortar la hierba que crece entre las pistas donde aterrizan y despegan los aviones. Igual nunca se han fijado, pero ese trabajo existe, sino se realizara la naturaleza destruiría en poco tiempo las solemnes pistas de asfalto, taparía los pivotes que señalizan su localización, se comería con singular voracidad las señales y los rodamientos y todas las marcas de los dioses humanos. Y yo era uno de los encargados de evitar que eso sucediera, en mis manos y entre las aspas metálicas de mi pequeño vehículo a motor se hallaba la importante tarea de mantener a la naturaleza en su sitio. No estaba solo en aquella faena, yo que, del trío que componía la escueta escuadrilla de operarios de control de vegetación del aeropuerto de El Prat, era el que se había incorporado más tarde, me correspondía el dudoso honor de conducir aquella apestosa y ruidosa cortadora descapotable, la peor de las tareas encomendadas. Lo mío era un trabajo de precisión, pero siempre a mi lado se encontraba el ruinoso tractor John Deere, que conducía mi compañero, encargándose de las grandes extensiones de hierba. Yo, desde mi minúsculo vehículo, miraba con envidia a aquel John Deere hecho añicos por años de trabajo a la intemperie que sonaba como uno de los aviones que veíamos marchar o llegar constantemente, y que, sin embargo, a pesar de toda su ruina, representaba para mí un refugio del frío del invierno y el calor y el polvo del verano. Aquella atalaya me parecía lo más cercano al paraíso dadas las circunstancias, aquel maldito y soñado tractor era un ascenso en mi vital carrera como cortacesped y, además, tenía radio, podías escuchar música o las noticias o lo que te diera la gana. En aquella radio escuché aquella mañana de finales de invierno de hace ocho años la noticia de las cuatro bombas que destrozaron los trenes en Madrid. El enorme y viejo tractor John Deere detenido junto a mi pequeña cortadora en medio de una de las isletas que flanquean las pistas del aeropuerto de El Prat. Afuera la mañana tibia de finales de invierno, el sol reflejando en el cielo el azul del mar cercano que muchos días podías oler a pesar del queroseno y los neumáticos calcinados, a lo lejos las sombras de las montañas de Garraf, los bosques de pinos, la ciudad con sus cúpulas; y los aviones, siempre presentes, a todas horas, los aviones. En la radio hablaban de muertos, miembros amputados y miseria. Escuchamos las noticias durante el resto de la jornada, allí parados, los dos fumando mucho y llenando de humo la de por sí polvorienta cabina del tractor, anonadados e incrédulos ante lo que estábamos oyendo. A pesar de las terribles noticias la hierba siguió creciendo aquella mañana, por supuesto, siempre dispuesta a asaltar las débiles fortificaciones construidas por los humanos, pero al menos aquel día, nosotros no pudimos ya realizar nuestra parte del trato.

Desde esa mañana de hace ocho años, cada once de marzo me acuerdo del olor a queroseno, del decrépito y duro John Deere, del cielo azul de las playas del Mediterráneo, de la fragancia de los pinos despertando del letargo invernal, de la pequeña y ruidosa cortadora, de los aviones que viajaban a sitios soñados, y de los muertos, sobretodo, de los muertos.

Ecuacion
11-M
Nos enseñan a resolver
pequeños problemas matemáticos:
el corazón partido por dos,
la melancolía que tiende a infinito,
las permutaciones de la tristeza y la alegría,
la raíz cuadrada del desasosiego.

También algún teorema
de apariencia extraña
pero fácilmente demostrable:
la felicidad = lo único que al compartirse
se multiplica.

Pero ¿cuál es la fórmula del sentido?
¿Cuál es el resultado de la operación
que incluye la vida perdida,
el viaje roto por la dinamita?

El Gran Calculador calla.

Y una pregunta más:
si digo que el mundo sigue siendo,
a pesar de todo, hermoso,
¿es que he hecho mal las cuentas?

Martín López Vega.

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